El “modelo agrotecnológico” se implementa en nuestro país durante la década de los años 90 del siglo pasado. A partir de entonces, la matriz productiva argentina se transforma.

Con el objetivo de mejorar el rendimiento, se utiliza la siembra directa con semillas genéticamente modificadas que necesitan ser fumigadas. Mediante el uso de productos químicos de alta toxicidad, generalmente pesticidas o herbicidas, se controlan plagas, enfermedades de las plantas y malezas. Este nuevo “paradigma” desplaza al viejo sistema de producción “natural” para dar paso a una producción “industrial”.

Los pueblos rurales cambian su fisonomía y su idiosincrasia y la agricultura deja de producir “alimento” para generar enormes volúmenes exportables de “commodities”, es decir, bienes transables, negociables y, por sobre todo, “especulativos”.

Los suelos, la biodiversidad, el agua y los cuerpos que habitan estos territorios sufren las consecuencias. El ambiente y la salud se ven afectados. También sufren otras actividades de las economías regionales.

Según datos oficiales, en el año 2002 se vertieron sobre los campos argentinos 151 millones de litros de veneno. Ese número se incrementa de manera escandalosa: en el año 2008 ya se tiran 225 millones de litros. Cuatro años más tarde 317 y se calcula que en nuestros días se esparcen cerca de 600 millones de litros de insecticidas y plaguicidas.

Se trata de un modelo que enferma, contamina y genera excesiva riqueza para pocos y pobreza para muchos.